lunes, 14 de diciembre de 2009

Q.E.P.D. La tecnología


Un texto de Paola Dongo | Fotografía de Herman Schwarz
Su taller de reparación de aparatos eléctricos ya casi parece un cementerio: esqueletos de televisores en blanco y negro, cables que trepan entre lustradoras oxidadas, un tocadiscos portátil, reproductores de casetes, tubos al vacío, transistores, radios de madera abandonadas en viejos anaqueles con arañas. El siglo XX y sus artefactos. Durante más de cincuenta años de trabajo, miles de artefactos desahuciados se han apoderado del taller de José Santos Pulido, un técnico electricista cuya vida profesional ahora se resume en una interrogante: ¿Qué debe hacer él con esos aparatos cuyos dueños hace tiempo los dejaron, pero que a veces, diez o veinte años después, reaparecen para recuperarlos como parientes afectados por la nostalgia? Sí. Son miles. Tres habitaciones llenas de artefactos que Pulido jamás podrá terminar de reparar. Tiene casi noventa años y, cada mañana, él abre su local en Barranco, ese distrito frente al mar de Lima, se sienta en una banca de madera, revisa sus viejos manuales de electrónica y, mientras ajusta algunos tornillos, espera a esos clientes que nunca llegan.
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domingo, 13 de diciembre de 2009

“El periodismo debe dejar de mirar al mundo como hace 50 años e incorporar los actores sociales”

Desde hace dos años, un grupo de periodistas argentinos trabaja en su país para concienciar a los medios de comunicación de la importancia de incorporar como fuentes de las noticias la voz de la ciudadanía organizada y promover lo que ellos denominan Periodismo Social. Se trata no sólo de que los medios informativos dejen un espacio a las informaciones de carácter social, sino de que en una misma noticia aparezcan las opiniones de políticos, economistas y también de entidades, asociaciones de vecinos y movimientos sociales, entre otros.

Al frente de este proyecto se encuentra Alicia Cytrynblum, periodista especializada en temas sociales y fundadora del proyecto Periodismo Social. Hace unos días, Cytrynlum visitó Barcelona para participar en unas jornadas-taller dirigidas a periodistas y organizadas por Solidaritat i Comunicació (SiCom) y Canal Solidario-OneWorld.

Durante su estancia, la directora de Periodismo Social ha participado en varios coloquios en la Universidad Autónoma de Barcelona y en la Complutense de Madrid, y ha conversado con Canal Solidario sobre la necesidad de un nuevo periodismo, más incluyente y que tenga en cuenta las voces sociales.

¿A qué te refieres cuando hablas de periodismo social?
La idea es dar un paso más en el periodismo, intentar poner la fuente en lo social y articular los temas sociales con los temas importantes, de política y economía, en los periódicos y los noticieros.
Desde siempre, y en todos los países del mundo, el periodismo ha contado lo que hace el poder y ha utilizado como fuente informativa en más de un 90% a políticos y economistas. Por eso, el desafío es ampliar las fuentes, trabajar para incluir más actores sociales en los medios de comunicación. En la medida en que esto suceda habrá más posibilidad de diálogo público y democracia, pero si el periodismo no da este paso estará atrasado respecto a los tiempos que corren.

Hablas de incorporar las voces de entidades, movimientos sociales, ONG... ¿Significa esto que periodismo social es lo mismo que periodismo solidario?
La diferencia se puede ver en lo que ha pasado en los últimos años en Argentina. En 1989 hubo una gran crisis, el Estado empezó a retirarse de la educación, la salud... porque la idea era que lo privado se hiciera cargo de todo. La realidad es que fue un fracaso porque el Estado desapareció, las empresas no se hicieron cargo de la gente y la pobreza aumentó. Pero al mismo tiempo también creció el número de organizaciones sociales, que pasaron de 25.000 a 80.000 y que sostenían socialmente el país.
En este contexto, los medios de comunicación empezaron a visibilizar la solidaridad, pero sólo destacando lo buena que era la gente y sin relacionar su trabajo con aspectos sociales y políticos. Los diarios tenían secciones específicas sobre las acciones solidarias y estas secciones o suplementos las hacíamos nosotros, nuestro grupo de periodistas sociales.
En ese tiempo entrevisté a más de mil líderes sociales y vi que el hecho de que alguien sea bueno o no es una opción personal, no social. No es que los movimientos sociales sean buenos, sino que son actores que se articulan en redes y que tienen algo que decir. Incluir sus voces en los temas de política y economía, en las páginas principales de los diarios, es periodismo social.

El periodismo actual, ¿legitima a la gente como fuente informativa?
Hasta el momento, los periodistas han contado lo que pasa en el poder, pero deberían ver que la gente hace cosas que realmente afectan a toda la sociedad. Un ejemplo claro en Argentina es cómo la movilización popular logró cambiar la forma de elección de los jueces de la Corte Suprema e influir en el Plan Nacional de Alfabetización, además de organizarse para dar de comer a cientos de personas en las ollas populares.
El mundo ha cambiado, es diferente y tiene más actores sociales, pero el periodismo no está preparado para hablar de esta realidad de manera diferente. En este caso debería preguntarse si la gente confía en las fuentes tradicionales como lo hacía antes. Y la respuesta es no; en Argentina y en todo el mundo.
La gente cree cada vez menos en los políticos, pero los periódicos los siguen usando como fuentes principales de sus informaciones. Si los periódicos no cambian se mueren, porqué están mirando al mundo desde el punto de vista de hace 50 años.

¿Quizás es esta la razón de que muchos movimientos sociales y ONG se comuniquen y se articulen por Internet? ¿No se sienten representados en los medios de comunicación tradicionales?
Puede ser, pero creo que los que toman las decisiones en el mundo todavía leen los periódicos y no se centran tanto en Internet. Tal vez Internet es para el futuro pero hoy día, aún, uno de los espacios de debate más importantes para quienes toman las decisiones son los periódicos.
Por eso me importan tanto los periódicos y los medios de comunicación, porque creo que son el único espacio que hoy tienen las democracias para encontrarse y para que todos los actores sociales puedan debatir. No es que sea una fanática de los medios de comunicación o las ONG, sino que creo que para que no haya tanta violencia en este mundo todos los grupos sociales deben tener un lugar en el que poder decir lo que piensan.
Porque cuando no se tiene ese espacio empiezan a arder coches en París. Si ahora analizamos lo que ocurre en Francia y las veces que los medios de comunicación han dado voz a las organizaciones sociales entenderemos lo que está pasando.

¿Qué cosas buenas puede aportar el periodismo social a una sociedad?
Sobre todo, el diálogo. Es bueno en todos los aspectos que en un mismo espacio haya muchas personas dialogando, con muchas perspectivas y diversidades culturales, y que se tengan en cuenta todas sus necesidades.

Formar a los periodistas, el primer paso

Para sensibilizar a los periódicos de la necesidad de este cambio y de un periodismo social visitáis las redacciones. ¿Qué enseñáis a los periodistas?
Antes de nada debo decir que poco a poco las redacciones se están abriendo y se muestran receptivas a la capacitación, por lo menos en América Latina. En las redacciones hacemos talleres sobre cómo tratar los temas de infancia y adolescencia, cómo hablar de cuestiones de género... es un proceso y creo que estamos en el buen camino.

En vuestros talleres ¿se habla también de la forma como se utiliza lenguaje y de la importancia de este hecho?
Sí. Porque todo periodismo ha de tener absoluta responsabilidad en el uso del lenguaje. Las palabras son muy poderosas y debemos saber que podemos utilizar el lenguaje con vocación inclusiva o con intención de discriminación. Un periodista sabe que alguien siempre le va a escuchar y que sus palabras repercutirán sobre sus oyentes o lectores y acentuarán su vocación de incluir a otros o su vocación de discriminar. Y esto se da en cualquier tipo de periodismo, ya sea político, deportivo, de espectáculo...

Además de sensibilizar a los periodistas, ¿formáis a organizaciones sociales para que fortalezcan su comunicación con los medios de comunicación?
Tenemos programas en este sentido y lo bueno es que, además de nosotros, hay muchas otras entidades que trabajan con las organizaciones sociales en este aspecto. En América Latina y España somos una de las pocas organizaciones que trabajamos con los medios informativos, pero no somos pioneros en trabajar con los movimientos sociales para que fortalezcan su comunicación. Y eso es algo también muy importante.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Defensa de la utopía - Tomás Eloy MARTÍNEZ

Hace ya casi cuatro décadas, el 1 de enero de 1953, un joven periodista colombiano desembarcó en Maiquetía, el aeropuerto de Caracas, después de tres años de escribir en Roma sobre los ataques de hipo de Pío XII y de terminar los originales de su segunda novela en el invierno implacable de París.

De la mano de dos colegas fraternales entró en Caracas, atravesó el fulgor de las autopistas y se emocionó ante los reflejos malvas que exhalaba el Ávila en ese momento del crepúsculo. Antes de que pudiera disipar los sopores del viaje en avión por el Atlántico, fue abandonado en una sala de redacción sin ventanas, iluminada por sucios tubos de neón, donde un hombre flaco, nervioso, con anteojos oscuros, daba órdenes frenéticas y a menudo contradictorias a un par de vascos que se afanaban sobre una mesa de dibujo.

En la mitología que cada quien crea para su uso personal, ése ha sido para mí el instante en que nació en América Latina lo que se conocería después como «nuevo periodismo» o «periodismo literario», y el punto de partida del moderno periodismo cultural.

La sala de redacción, ubicada en una casa desvencijada de San Bernardino, pertenecía a la revista semanal Momento. El joven colombiano se llamaba, como tal vez ustedes ya lo han adivinado, Gabriel García Márquez. Uno de los colegas que le habla dado la bienvenida en Maiquetía era Plinio Apuleyo Mendoza, jefe de redacción de Momento. Quien estaba con él era su hermana Soledad, que más tarde en la vida también dirigiría en este país revistas y suplementos.

Aquellos vascos de la mesa de dibujo se llamaban —me han dicho— Karmele Leizaola y Paul de Garat. Y al hombre de anteojos oscuros, Carlos Ramírez Mac Gregor, se lo conocía entonces en Caracas como «el loco», porque se había echado sobre las espaldas la irresponsable misión de editar una revista donde la realidad se parecía a las novelas.

Esa fundación mítica del periodismo cultural es un apólogo con tantos significados que aún ahora, treinta y siete años después, se puede leer como si fuera una noticia del periódico de mañana. Primero, porque la época en que sucedía esa historia coincidía con el nacimiento de la democracia, que se le había negado a Venezuela durante todo el siglo —con el fugaz intervalo de la presidencia de Rómulo Gallegos—, y que al fin era conquistada con un alto precio de sangre, torturas, exilios y cárceles. Y también porque en la redacción de Momento confluían hombres de otros rincones de la lengua española, aventados de sus patrias por las desventuras de la persecución política y de las guerras.

Las grandes crónicas de aquellos años fundacionales nacieron al amparo de una realidad que se iba creando a medida que se la escribía. Estaba a punto de secarse el dique de La Mariposa, y en vez de decirlo así, con esas palabras de álgebra, García Márquez inventaba a un personaje que para poder afeitarse en la ciudad sin agua se mojaba la cara con jugo de duraznos. Se caía a pedazos la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, y para no contar la historia como en los telegramas de las agencias de noticias, el joven narrador de La hojarasca explicaba que, a los hombres de la resistencia, «los días les estaban quedando cortos». Enriquecido por un lenguaje de novela, transfigurado en literatura, el periodismo desplegaba ante los ojos del lector una realidad aún más viva que la del cine. Todo parecía tan nuevo como si, al cabo de un largo olvido, las cosas pudieran ser nombradas por primera vez. ¿De dónde sino de ese instante salió el afán de ir inscribiendo el nombre verdadero de los objetos y las funciones para las que sirven, como se lee en Cien años de soledad?

Si aquellas crónicas revolucionarias fluyeron con naturalidad en la Caracas tempestuosa e incierta de 1958 fue porque habla una larga tradición que la hizo posible. El terreno había sido antes fecundado por José Martí en sus escritos para La Opinión Nacional durante los años de Guzmán Blanco, por los estremecedores relatos de Canudos que Euclides da Cunha compiló en Os Sertoés, por los cronistas apasionados del modernismo —Rubén Darío, Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal— y por los escritores testigos de la Revolución Mexicana. A esa tradición se incorporaron más tarde los reportajes políticos que César Vallejo escribió para la revista Germinal, las reseñas sobre cine y libros de Jorge Luis Borges, los aguafuertes de Roberto Arlt, los medallones literarios de Alfonso Reyes en La Pluma, los editoriales de Augusto Roa Bastos en El País de Asunción. los cables delirantes que Juan Carlos Onetti escribía para la agencia Reuter, las minuciosas columnas barrocas de Alejo Carpentier y las crónicas sociales del mexicano Salvador Novo.

Todos, absolutamente todos los grandes escritores de América Latina fueron alguna vez periodistas. Y a la inversa: casi todos los grandes periodistas se convirtieron, tarde o temprano, en grandes escritores. Esa mutua fecundación fue posible porque, para los escritores verdaderos, el periodismo nunca fue un mero modo de ganarse la vida sino un recurso providencial para ganar la vida.

En cada una de sus crónicas, aun en aquellas que nacieron bajo él apremio de las horas de cierre, los maestros de la literatura latinoamericana comprometieron el propio ser tan a fondo como en el más decisivo de sus libros. Sabían que, si traicionaban a la palabra hasta en el más anónimo de los boletines de prensa, estaban traicionando lo mejor de sí mismos. Un hombre no puede dividirse entre el poeta que busca la expresión justa de nueve a doce de la noche y el gacetillero indolente que deja caer las palabras sobre las mesas de redacción como si fueran granos de maíz. El compromiso con la palabra es a tiempo completo, a vida completa. Puede que un periodista convencional no lo piense así. Pero un periodista de veras no tiene otra salida que pensar así. El periodismo no es algo que uno se pone encima a la hora de ir al trabajo. Es algo que duerme con nosotros, que respira y ama con nuestras mismas vísceras y nuestros mismos sentimientos.
Aunque los Estados Unidos han reivindicado para sí la invención o el descubrimiento del periodismo literario, de las factions o de las «novelas de la vida real», como suelen denominarse allí los escritos de Truman Capote, Norman Mailer y Joan Didion, es en América Latina donde nació el género y donde alcanzó su genuina grandeza.
El periodismo encuentra su sistema actual de representación y la verdad de su lenguaje en el momento en que se impone una nueva ética. Según esa ética, el periodista no es un agente pasivo que observa la realidad y la comunica; no es una mera polea de transmisión entre las fuentes y el lector sino, ante todo, una voz a través de la cual se puede pensar la realidad, reconocer las emociones y las tensiones secretas de la realidad, entender el por qué y el para qué y el cómo de las cosas con el deslumbramiento de quien las está viendo por primera vez.

Siempre que las sociedades han estado a punto de cambiar de piel, los primeros síntomas de ese cambio han aparecido en la cultura. Piénsese en las canciones de los Beatles o en las novelas «del camino» de Jack Kerouac y se encontrará prefiguradas en ellas la rebeldía, la avidez mística y el heroísmo anárquico de las dos décadas que siguieron. Piénsese en la soledad escéptica de los personajes que aparecen en las novelas que Raymond Carver o Paul Auster escribieron en los años 80 y se obtendrá un retrato cabal de las reivindicaciones capitalistas de este final de siglo. En la cultura es posible descubrir los modelos de realidad que se avecinan y que aún no han sido formulados de manera consiente.

Imagínense cuánta responsabilidad entraña dar cuenta de eso. No sería posible cumplir cabalmente con semejante misión si cada quien, ante la hoja o la pantalla en blanco, no se repitiera una vez y otra: «Lo que escribo es lo que soy, y si no soy fiel a mi mismo no puedo ser fiel a quienes me lean». Sólo de esa fidelidad nace la verdad, aunque de esa verdad nacen siempre los riesgos.

Estos son tiempos de dispersión y de desencuentro para la cultura de América Latina. El continente que hasta hace apenas un cuarto de siglo parecía férreamente unido exhibe ahora graves signos de intolerancia e incomunicación. Desde la metrópoli nos anunciaron que había llegado el fin de la historia —lo que también significa el fin de las utopías— y nos vaticinaron una era de bonanza bajo el modelo triunfante del neoliberalismo. La mayoría de nuestros gobiernos democráticos han aceptado ese credo, con la certeza de que las miserias actuales afrontadas por los pueblos latinoamericanos serán compensadas por las abundancias del futuro. «Para que haya menos pobres es necesario que, antes, los ricos sean mucho más ricos», afirma la doctrina neoliberal. Ese mandato de resignación se asemeja al de las religiones fatalistas: «Para entrar en el reino de los cielos es necesario ser antes humillado y ofendido». Los vaticinios han sido errados, no porque nuestros pueblos sean impacientes o insensatos, sino porque la resignación termina donde empieza la voluntad de sobrevivir.

Es en el orden de la cultura donde el neoliberalismo ha resultado más pernicioso en América Latina. Esperábamos que las consignas de libertad sirvieran para derribar muros, fronteras, y para fortalecer la unidad de nuestras naciones a la sombra de un proyecto de bien común. Por lo contrario, estamos más divididos que nunca: hemos dejado de leer nos los unos a los otros, porque las incesantes convulsiones de la realidad y la necesidad imperiosa de sobrevivir en un afuera siempre hostil nos consumen las energías y los sueños. Hemos dejado de vernos, de oírnos, de conocernos. El modelo neoliberal ha tornado tan alto el precio de cualquier conocimiento que todo lo que podríamos ser se nos escapa de las manos día tras día. Se han acentuado los nacionalismos, los regionalismos, los fanatismos y todas esas odiosas vallas que tanto empobrecen la condición humana. Somos más débiles como naciones, porque ya no podemos negociar unidos con los poderes de las metrópolis, sino que debemos hacer todo por separado y a espaldas los unos de los otros.

Hubo momentos de la historia en que América Latina alzó la voz como si su inteligencia, sus emociones y su lengua fueran una sola. Cada vez que el continente podía hablar al unísono, despuntaba en la cultura una nueva edad de oro. Sucedió en las décadas de lucha por la Independencia. Sucedió en los años del primer centenario de las revoluciones nacionales (que fueron también los años de la revolución mexicana), cuando los grandes poetas de América acudían a Buenos Aires para celebrar la inminente grandeza de nuestras naciones; también sucedió en los años 60, cuando la revolución cubana nos encendió el espíritu y La Habana se convirtió en el viento que parecía poner fin a todas las mordazas de la inteligencia. Y también, aunque de un modo más desordenado y clandestino, sucedió en los aciagos 70, cuando las dictaduras militares arrojaron su sombra sobre todos nosotros y sólo la conciencia de que estábamos juntos nos ayudaba a resistir.

Una de las secretas fuerzas del periodismo de buena ley es su capacidad para fortalecerse en la adversidad, para soslayar las censuras y las mordazas, para cantar cuatro verdades y seguir siendo incorruptible e insumisa cuando a su alrededor todos callan, se someten y se corrompen. Se han probado ya las más diversas armas para acallar su voz incómoda: se lo ha reprimido con la prisión, con el cepo, con la hoguera; se lo ha tratado de espantar con bombas a medianoche y asesinatos en el resguardo de las redacciones; se han probado el soborno, la seducción de los premios y de los honores, el hospicio, las amenazas de muerte, el exilio, sin conseguir que el periodismo sepulte o domestique sus verdades. Una de las últimas estrategias del Poder fue simular indiferencia. Cada vez que el periodismo alzaba su voz, el Poder no oía. La sordera, los desaparecidos y la simulación de ignorancia ante los crímenes del Estado fueron las grandes contribuciones de las dictaduras militares del Cono Sur a la historia política. Cuando el Poder se declara iletrado, cuando el Poder no lee, la escritura no lo lastima. Algunas democracias neoliberales han asimilado esa lección.

Hasta hace cuatro décadas, las páginas culturales eran el único espacio de libertad en los medios. Los empresarios menos conformistas acuñaron por entonces un precepto que pronto se convirtió en patrón de conducta: según esa regla de oro, los periódicos debían ser independientes en sus informaciones políticas y conservadores en las secciones económicas. Con la cultura se podía ser osado, utópico, rebelde o «de izquierda», como solía decirse entonces. A la cultura nadie le prestaba demasiada atención. La cultura era la loca de la casa.

El advenimiento de la revolución cubana alteró esos códigos de comportamiento, porque la cultura comenzó a convertirse en un espacio incontrolable de debate político. En el siglo XIX, el Poder podía enmendar o tomar a la ligera los testimonios del periodista. Un ejemplo memorable de ese desdén fue la actitud que asumió el editor del diario La Nación de Buenos Aires, Bartolomé Mitre, cuando José Martí envió desde Estados unidos una crónica sobre las elecciones presidenciales de 1880. Como lo que Martí relataba era un proceso democrático, Mitre neutralizó la información con un título que la negaba como verdad: «Narraciones fantásticas». Inseguro de la eficacia de su advertencia, añadió esta aclaración: «Martí ha querido darnos una prueba del poder creador de su privilegiada imaginación enviándonos una fantasía que, por lo ingenioso del animado y pintoresco del desarrollo escénico, se impone al interés del lector. Solamente a José Martí, el escritor original y siempre nuevo, podría ocurrírsele pintar a un pueblo, en los días adelantados que alcanzamos, entregado a las ridículas funciones electorales...»

En la segunda mitad de este siglo, en cambio, la amplitud y celeridad de los mecanismos informativos impidió que los textos quedaran sometidos a las manipulaciones que padeció Martí. Los escritores entablaron un diálogo de igual a igual con el Poder, y las crónicas de los corresponsales-escritores dejaron de tener la función inocua e inofensiva que se les había adjudicado.

Hacia atrás, a lo largo de todo el pasado, el Poder había podido imponer su voluntad impunemente. La escritura de la historia era, en última instancia, la escritura del Poder. Cuando la escritura transgredía las conveniencias del Poder, se la suprimía, se la vetaba, se la silenciaba. A sor Juana Inés de la Cruz le vetaron el saber y el decir. Se lo vetaron por mujer, porque una mujer no podía saber. Y se lo vetaron por monja, porque una monja no tenía derecho a decir. A fray Servando Teresa de Mier le prohibieron los sermones y a Simón Rodríguez le censuraron las enseñanzas porque en ambos las palabras eran como una llama sin freno: quemaban todo lo que tocaban. Se les llamó locos, porque la transgresión y el coraje han sido siempre para el Poder lenguajes de locura, como bien lo supieron las Madres de la Plaza de Mayo —«las locas»— cada vez que alzaron la voz.

No bien la escritura se dio cuenta de que podía entablar un diálogo de igual con el Poder, se multiplicaron las estrategias para cerrarle el camino. En un libro memorable, Idea de la Historia, el filósofo inglés Robin George Collingwood advirtió que «sólo lo que se escribe es histórico», sólo lo que ha sido escrito permanece. En el pasado, bastaba con prohibir o excomulgar: la amenaza del patíbulo garantizaba el silencio de los insumisos. Pero ahora, ¿qué podía hacer el Poder? Se imaginaron diversos recursos: las asfixias económicas, los vetos publicitarios, la suspensión, el cierre o la mera compra de los medios, las coimas, mordidas o palangres, las ofertas de cargos públicos, para citar sólo aquellos recursos que parecen más civilizados. Una forma sutil y sinuosa de neutralizar el vigor de la palabra fue apagar ese vigor desde su propio nacimiento. Para lograrlo, se incitó al escritor a que descuidara su instrumento. A un escritor que desafina nadie lo lee.
En los tiempos en que Collingwood publicó su Idea de la historia, se dividieron las aguas de la inteligencia. Algunos creadores se decla raron impotentes ante la barbarie del poder y partieron al exilio, para salvar la dignidad o, en los casos extremos, para salvar la vida. Es el camino que emprendieron Thomas Mann, Fritz Lang, Bela Bartok, Hermann Broch. Otros inclinaron la cerviz y se entregaron, como parece haber sucedido con Heidegger y con Richard Strauss.

Otros supusieron erradamente que debían sacrificar lo que pensaban o callar lo que veían en nombre de un proyecto político superior. A esa tentación cedieron miles de los mejores intelectuales de Occidente, seducidos por los espejismos del «padrecito Stalin», con excepciones tan honrosas y singulares como la de André Gide. Se creía entonces que era preciso callar en nombre de cierta conveniencia política, de cierto futuro, sin advertir que no hay modo más brutal de enajenar el propio futuro que el silencio, puesto que el silencio siempre acaba convirtiéndose en complicidad.

Es verdad que, en algunos casos, la brutalidad del Poder impone la retórica excluyente del silencio. Para poder hablar después hay que sobrevivir ahora. Ésa fue la desgarradora alternativa que afrontaron los internados de los campos de concentración, donde quiera existieron esos campos: en Auschwitz, en la isla Dawson, en las «peceras» de Buenos Aires. ¿Enfrentarse al Poder con la certeza de la derrota o fingir resignación ante el Poder para dar luego testimonio de la ignominia? Pero cuando el silencio dura demasiado tiempo, la palabra corre el riesgo de contaminarse, de volverse cómplice. Para hablar hace falta valor, y para tener valor hace falta tener valores. Sin valores, más vale callar.
Hace poco más de diez años, a medida que se iba reconquistando la democracia en Brasil, Uruguay, Argentina, Chile o Bolivia, algunos periodistas pensaron que debían callar los errores de la democracia porque la sombra de las dictaduras militares todavía se alzaba en el horizonte y señalar los tropiezos de algo por lo que tanto se había luchado y que era tan fresco aún, tan inmaduro, equivalía a una traición. Para cuidar la democracia, se pensaba, era preciso disimular los pasos en falso de la democracia. Y sin embargo, nada es menos democrático que callar. ¿Qué sentido tendría proteger a la democracia privándola de su razón de ser: la libertad de pensar, de expresar, de saber?

¿Para qué queremos la democracia si no nos atrevemos a vivirla?
Hay que cuidar las formas, me repetía un jefe de redacción en el diario donde me inicié cuando era adolescente. Hay que conciliar, me decía, hay que entender el juego del Poder. Esa fue la primera enseñanza contra la cual me sublevé. Siempre he pensado (y éste es un tema para discutir largamente) que el periodismo no tiene sino dos formas que cuidar: la de su herramienta —el lenguaje—; y la de su ética, que no responde a otro interés que el de la verdad. No tiene por qué conciliar, con nada ni con nadie. Su misión es en eso idéntica a la del artista: revelar los abismos y las luces más secretos del hombre, agitar las aguas, estimular la imaginación, provocar el cambio, luchar sin sosiego para que las perezas y los conformismos que adormecen la inteligencia sean derribadas con el mismo estrépito liberador que hace tres milenios hizo caer las murallas de Jericó.
Si el periodista concilia, si transa con el Poder, si se vuelve cómplice de la mentira y de la injusticia, no sólo está traicionándose a sí mismo. Traiciona, sobre todo, la fe que el lector ha puesto en él, y con eso destroza el mejor argumento de su legitimidad y el único escudo de su fortaleza.

Entre la misión del artista y la del periodista hay, sin embargo, una diferencia esencial: la naturaleza del diálogo que cada uno de ellos establece con el público. Para el artista, crear pensando sólo en el éxito es algo suicida, porque cuando el arte trata de satisfacer a todo el mundo termina por no satisfacer a nadie. El diálogo entre la obra de arte y el público nace sólo cuando la obra ya está terminada. Hasta ese momento, nada debe contar para el artista: ni la música de los aplausos ni los halagos de lo que está de moda. Lo único que importa en el momento de la creación es la fidelidad del artista a lo que él es.

El periodista, en cambio, está obligado a pensar todo el tiempo en su lector, porque si no supiera cómo es ese lector, ¿de qué manera podría responder a sus preguntas? En el periodista, entonces, hay una alianza de fidelidades: fidelidad a la propia conciencia, fidelidad al lector y fidelidad a la verdad. El lector es siempre un factor mucho más activo y exigente de lo que algunos empresarios suelen suponer. A la avidez de conocimiento del lector no se la sacia con el escándalo sino con la investigación honesta, no se le aplaca con golpes de efecto sino con la narración de cada hecho dentro de su contexto y de sus antecedentes. Al lector no se lo distrae con fuegos de artificio o con denuncias estrepitosas que se desvanecen al día siguiente, sino que se lo respeta con la información precisa. Cada vez que un periodista arroja leña en el fuego fatuo del escándalo está apagando con cenizas el fuego genuino de la información. El periodismo no es un circo para exhibirse, sino un instrumento para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos injusta.

Porque, a semejanza del artista, el periodista es también un productor de pensamiento. En este fin de siglo neoliberal tan orgulloso de sus certezas, tan convencido de que ya hemos llegado al «fin de la historia», la cultura tiene la misión de ver la realidad como una enorme interrogación, como una perpetua duda, y de imaginar el futuro como una incesante utopía. El hombre se ha movido en las oscuridades de la historia a golpes de utopía, y la utopía es lo que ha permitido al hombre seguir teniendo fe en la historia.

En casi cada país de América Latina que he visitado me dicen que estos son los tiempos más difíciles que se han vivido. ¿Alguna vez, sin embargo, nuestros tiempos han sido de otro modo? Los tiempos difíciles suelen ser aquéllos en que uno se formula las preguntas importantes y en que, para sobrevivir, necesita contestar a esas preguntas lo antes posible. Cuando Atenas produjo las bases de la civilización, afrontaba conflictos políticos y padecía a líderes demagógicos semejantes a muchos de los que hoy se ven por estas latitudes. Y sin embargo, Aristóteles imaginó las premisas de la democracia a partir de los rasgos que tenía entonces Atenas. En el siglo XVII nadie podía imaginar tampoco hacia dónde se encaminaba Inglaterra. Se sucedían las guerras de religión y de conquista, los reyes iban y venían del cadalso, pero del magma de esas convulsiones brotaron las grandes preguntas de la modernidad y las geniales respuestas de Locke, de Hume, de Francis Bacon, de Newton, de Leibniz y de Berkeley. Del caos de aquellos años nacieron las luces de los tres siglos siguientes.

Algo semejante está sucediendo ahora en América Latina. Cuando más afuera de la historia parecemos, más sumidos estamos —sin embargo— en el corazón mismo de los grandes procesos de cambio. En tanto periodistas, en tanto intelectuales, nuestro papel, como siempre, es el de testigos. Somos testigos privilegiados. Por eso es tan importante conservar la calma y abrir los ojos: porque somos los sismógrafos de un temblor cuya fuerza viene de los pueblos.

Hacia dónde nos están llevando los vientos de la historia es algo difícil de ver o predecir ahora. Sólo sé que en este confuso filo del milenio, tenemos que ponernos a pensar juntos. Es preciso renovar las utopías que languidecen en el cansado corazón del hombre. Una de las peores afrentas a la inteligencia humana es que sigamos siendo incapaces la libertad y en la justicia. No me resigno a que se hable de libertad afirmando que para tenerla debemos sacrificar la justicia, ni que se prometa justicia admitiendo que para alcanzarla hay que amordazar la libertad. El hombre, que ha encontrado respuesta para los más complejos enigmas de la naturaleza no puede fracasar ante ese problema de sentido común.

Ya que fue cerca de aquí, en Caracas, donde el periodismo latinoamericano tomó conciencia por primera vez, hace treinta y siete años, de que podíamos narrar el mundo a nuestra manera, con un lenguaje que no se parecía a ningún otro, me parece justo que sea aquí, en Cartagena donde al fin de cuentas empezó esa historia) donde afirmemos nuestro derecho a reclamar un mundo que no se parezca a ningún otro, y que pongamos nuestra palabra de pie para ayudar a crearlo.
Redacción 1 / Universidad de Rosario

miércoles, 9 de diciembre de 2009

El periodismo vuelve a contar historias

por Tomás Eloy Martínez

¿Cómo seducir hoy a un lector que, cuando llega a las páginas de un diario, ya ha sido informado por la televisión, por la radio o por Internet? Ante este dilema, que es el gran desafío del siglo XXI para la prensa escrita, el autor de Santa Evita recuerda que sólo un periodista con vocación de narrador, que se atreva a dejar en tierra las cifras para remontar vuelo con el corazón de un relato, logrará que se identifiquen los destinos ajenos con el propio.

Los seres humanos perdemos la vida buscando cosas que ya hemos encontrado. Todas las mañanas, en cualquier latitud, los editores de periódicos llegan a sus oficinas preguntándose cómo van a contar la historia que sus lectores han visto en la televisión ese mismo día o han leído en más de una página de Internet. ¿Con qué palabras narrar, por ejemplo, la desesperación de una madre a la que todos han visto llorar en vivo delante de las cámaras? ¿Cómo seducir, usando un arma tan insuficiente como el lenguaje, a personas que han experimentado con la vista y con el oído todas las complejidades de un hecho real? Ese duelo entre la inteligencia y los sentidos ha sido resuelto hace algunos siglos por las novelas, que todavía están vendiendo millones de ejemplares a pesar de que algunos teóricos decretaron, hace dos o tres décadas, que la novela había muerto para siempre. También el periodismo ha resuelto el problema a través de la narración, pero a los editores les cuesta aceptar que ésa es la respuesta a lo que están buscando desde hace tanto tiempo.

En The New York Times del viernes 2 de noviembre, por citar un ejemplar reciente del diario que leo con más asiduidad, tres de los seis artículos de la primera página compartían un rasgo llamativo: cuando daban una noticia, la contaban a través de la experiencia de un individuo en particular, un personaje paradigmático que reflejaba, por sí solo, todas las facetas de esa noticia, o que era él mismo la noticia. Sucedía lo mismo en tres de los cuatro artículos de portada de la sección "A Nation Challenged", que se está publicando a diario desde los ataques del 11 de setiembre. Eso no significa que haya menos información: hay más. Sucede que la información no viene digerida para un lector cuya inteligencia se subestima, como en los periódicos convencionales, sino que se establece un diálogo con la inteligencia del lector, se admite de antemano que ha visto la televisión, ha leído acaso algunos sites de Internet y, sobre todo, que tiene una manera personal de ver el mundo, una opinión sobre lo que pasa. La gente ya no compra diarios para informarse. Los compra para entender, para confrontar, para analizar, para revisar el revés y el derecho de la realidad. No es por azar que, desde que introdujo la narración como estrategia, The New York Times subió su circulación, después de un primer ligero retroceso suscitado por la sorpresa de todo lenguaje nuevo.

Lo que buscan las narraciones a las que estoy aludiendo es que el lector identifique los destinos ajenos con su propio destino. Que se diga: a mí también puede pasarme esto. Hegel primero, y después Borges, escribieron que la suerte de un hombre resume, en ciertos momentos esenciales, la suerte de todos los hombres. Esa es la gran lección que están aprendiendo los periódicos en este comienzo de siglo.

Cada vez son menos los diarios que siguen dando noticias obedeciendo el mandato de responder en las primeras líneas a las seis preguntas clásicas o, en inglés, las cinco W: qué, quién, dónde, cuándo, cómo y por qué. Ese viejo principio estaba asociado, a la vez, con un respeto sacramental por la pirámide invertida, que fue impuesta por las agencias informativas hace más de un siglo, cuando los diarios se componían con plomo y antimonio y había que cortar la información en cualquier párrafo para dar cabida a la publicidad de última hora o a las noticias urgentes. Aunque en todas las viejas reglas hay una cierta sabiduría, no hay nada mejor que la libertad con que ahora podemos desobedecerlas. La única dictadura técnica de las últimas décadas es la que imponen los diagramadores, y éstos, cuando son buenos periodistas, entienden muy bien que una historia contada con inteligencia tiene derecho a ocupar todo el espacio que necesita, por mucho que sea: no más, pero tampoco menos.

De todas las vocaciones del hombre, el periodismo es aquélla en la que hay menos lugar para las verdades absolutas. La llama sagrada del periodismo es la duda, la verificación de los datos, la interrogación constante. Allí donde los documentos parecen instalar una certeza, el periodismo instala siempre una pregunta. Preguntar, indagar, conocer, dudar, confirmar cien veces antes de informar: ésos son los verbos capitales de una profesión en la que toda palabra es un riesgo.

A la vez, no se trata de narrar por narrar. Algunos jóvenes periodistas creen, a veces, que narrar es imaginar o inventar, sin advertir que el periodismo es un oficio extremadamente sensible, donde la más ligera falsedad, la más ligera desviación, pueden hacer pedazos la confianza que se ha ido creando en el lector durante años. No todos los redactores saben narrar y, lo que es más importante todavía, no todas las noticias se prestan a ser narradas. Pero antes de rechazar el desafío, un periodista verdadero debe preguntarse si se puede hacer y, luego, si conviene o no hacerlo. Narrar la votación de una ley en el Senado a partir de lo que opina o hace un senador puede resultar inútil, además de patético. Pero contar algunas de las tribulaciones del presidente pakistaní Pervez Musharraf para entenderse con sus hijos talibanes mientras oye las razones del embajador norteamericano, o los disgustos del presidente George W. Bush errando un hoyo de golf en Camp Davis mientras cae una bomba equivocada en un hospital de Jalalabad es algo que sólo se puede hacer bien con el lenguaje, no con el despojamiento de las imágenes o con los sobresaltos de la voz.

Sin embargo, no hay nada peor que una noticia en la que el redactor se finge novelista y lo hace mal. Los diarios del siglo XXI prevalecerán con igual o mayor fuerza que ahora si encuentran ese difícil equilibrio entre ofrecer a sus lectores informaciones que respondan a las seis preguntas básicas e incluyan además todos los antecedentes y el contexto que esas informaciones necesitan para ser entendidas sin problemas, pero también, sobre todo, un puñado de historias, seis, siete o diez historias en la edición de cada día, contadas por cronistas que también sean eficaces narradores.

La mayoría de los habitantes de esta infinita aldea en la que se ha convertido el mundo vemos primero las noticias por televisión o por Internet o las oímos por radio antes de leerlas en los periódicos, si es que acaso las leemos. Si dejo de lado la atroz recesión económica de algunos de nuestros países, creo con firmeza que cuando un diario se vende menos no es porque la televisión o Internet le han ganado de mano, sino porque el modo como los diarios dan la noticia es menos atractivo. Y no tendría por qué ser así. La prensa escrita, que invierte fortunas en estar al día con las aceleradas mudanzas de la cibernética y de la técnica, presta mucha menos atención -me parece- a las más sutiles e igualmente aceleradas mudanzas de los lenguajes que prefiere su lector. Casi todos los periodistas están mejor formados que antes, pero tienen -habría que averiguar por qué- menos pasión; conocen mejor a los teóricos de la comunicación pero leen mucho menos a los grandes novelistas de su época.

Pacto de fidelidades: fidelidad a la propia conciencia y fidelidad a la verdad. A la avidez de conocimiento del lector no se la sacia con el escándalo sino con la investigación honesta; no se la aplaca con golpes de efecto sino con la narración de cada hecho dentro de su contexto y de sus antecedentes. Al lector no se lo distrae con fuegos de artificio o con denuncias estrepitosas que se desvanecen al día siguiente, sino que se lo respeta con la información precisa. Cada vez que un periodista arroja leña en el fuego fatuo del escándalo está apagando con cenizas el fuego genuino de la información. El periodismo no es un circo para exhibirse, ni un tribunal para juzgar, ni una asesoría para gobernantes ineptos o vacilantes, sino un instrumento de información, una herramienta para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos injusta.

Uno de los más agudos ensayistas norteamericanos, Hayden White, ha establecido que lo único que el hombre realmente entiende, lo único que de veras conserva en su memoria, son los relatos. White lo dice de modo muy elocuente: "Podemos no comprender plenamente los sistemas de pensamiento de otra cultura, pero tenemos mucha menos dificultad para entender un relato que procede de otra cultura, por exótica que nos parezca". Un relato, según White, siempre se puede traducir "sin menoscabo esencial", a diferencia de lo que pasa con un poema lírico o con un texto filosófico. Narrar tiene la misma raíz que conocer. Ambos verbos tienen su remoto origen en una palabra del sánscrito, gnâ, conocimiento.

El periodismo nació para contar historias, y parte de ese impulso inicial que era su razón de ser y su fundamento se ha perdido ahora. Dar una noticia y contar una historia no son sentencias tan ajenas como podría parecer a primera vista. Por lo contrario: en la mayoría de los casos, son dos movimientos de una misma sinfonía. Los primeros grandes narradores fueron, también, grandes periodistas. Entendemos mucho mejor cómo fue la peste que asoló Florencia en 1347 a través del Decamerón de Boccaccio que leyendo todos los documentos de esa época. Y, a la vez, no hay mejor informe sobre la educación en Inglaterra durante la primera mitad del siglo XIX que la magistral y caudalosa Nicholas Nickleby de Charles Dickens. La lección de Boccaccio y la de Dickens, como las de Daniel Defoe, Balzac y Proust, pretende algo muy simple: demostrar que la realidad no nos pasa delante de los ojos como una naturaleza muerta sino como un relato, en el que hay diálogos, enfermedades, amores, además de estadísticas y discursos.

No es por azar que, en América Latina, todos, absolutamente todos los grandes escritores fueran alguna vez periodistas: Vallejo, Huidobro, Borges, García Márquez, Fuentes, Onetti, Vargas Llosa, Asturias, Neruda, Paz, Cortázar, todos, aun aquellos cuyos nombres no cito. Ese tránsito de una profesión a otra fue posible porque, para los escritores verdaderos, el periodismo nunca es un mero modo de ganarse la vida sino un recurso providencial para ganar la vida. En cada una de sus crónicas, aun en aquellas que nacieron bajo el apremio de las horas de cierre, los maestros de la literatura latinoamericana comprometieron el propio ser tan a fondo como en sus libros decisivos. Sabían que, si traicionaban la palabra hasta en la más anónima de las gacetillas de prensa, estaban traicionando lo mejor de sí mismos. Un hombre no puede dividirse entre el poeta que busca la expresión justa de nueve a doce de la noche y el redactor indolente que deja caer las palabras sobre las mesas de redacción como si fueran granos de maíz. El compromiso con la palabra es a tiempo completo, a vida completa. El periodismo no es una camisa que uno se pone encima a la hora de ir al trabajo. Es algo que duerme con nosotros, que respira y ama con nuestras mismas vísceras y nuestros mismos sentimientos.

Las semillas de lo que hoy se entiende en el mundo entero por nuevo periodismo fueron arrojadas aquí, en América Latina, hace un siglo exacto. A partir de las lecciones aprendidas en The Sun, el diario que Charles Danah tenía en Nueva York y que se proponía presentar, con el mejor lenguaje posible, "una fotografía diaria de las cosas del mundo", maestros del idioma castellano como José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera y Rubén Darío se lanzaron a la tarea de retratar la realidad. Darío escribía en La Nación de Buenos Aires, Gutiérrez Nájera en El Nacional de México, Martí en La Nación y en La Opinión Nacional de Caracas. Todos obedecían, en mayor o menor grado, a las consignas de Danah y las que, hacia la misma época, establecía Joseph Pulitzer: sabían cuándo un gato en las escaleras de cualquier palacio municipal era más importante que una crisis en los Balcanes y usaban sus asombrosas plumas pensando en el lector antes que en nadie.

Si hace un siglo las leyes del periodismo estaban tan claras, ¿por qué o cómo fueron cambiando? ¿Qué hizo suponer a muchos editores inteligentes que, para enfrentar el avance de la televisión y de Internet, era preciso dar noticias en forma de píldoras, porque la gente no tenía tiempo para leerlas? ¿Por qué se mutilan noticias que, según los jefes de redacción, interesan sólo a una minoría, olvidando que esas minorías son, con frecuencia, las mejores difusoras de la calidad de un periódico? Que un diario entero esté concebido en forma de píldoras informativas puede ser no sólo aceptable sino también asombroso, porque pone en juego, desde el principio al fin, un valor muy claro: es un diario hecho para lectores de paso, para gente que no tiene tiempo de ver siquiera la televisión. Pero el prejuicio de que todos los lectores nunca tienen tiempo me parece tan irrazonable como el prejuicio de que son semi-analfabetos a los que se les debe hablar en un lenguaje elemental de doscientas palabras. Los seres humanos siempre tienen tiempo para enterarse de lo que les interesa. Cuando alguien es testigo casual de un accidente en la calle, o cuando asiste a un espectáculo deportivo, pocas cosas lee con tanta avidez como el relato de eso que ha visto, oído y sentido. Las palabras escritas en los diarios no son una mera rendición de cuentas de lo que sucede en la realidad. Son mucho más. Son la confirmación de que todo cuanto hemos visto sucedió realmente, y sucedió con un lujo de detalles que nuestros sentidos fueron incapaces de abarcar.

Cada vez que las sociedades han cambiado de piel o cada vez que el lenguaje de las sociedades se modifica de manera radical, los primeros síntomas de esas mudanzas aparecen en el periodismo. Quien lea atentamente la mejor prensa mexicana de los años 90 encontrará los preludios del cambio que sobrevino con la alternancia democrática, así como quienes hayan leído las grandes crónicas sobre los años de Ronald Reagan habrán descubierto las semillas de amapolas en las que fermentaron los mullah Omar y los Osama bin Laden. En el gran periodismo se pueden siempre descubrir los modelos de realidad que se avecinan y que aún no han sido formulados de manera consciente.

Pero el periodista, a la vez, no es policía ni censor ni fiscal. El periodista es, ante todo, un testigo: acucioso, tenaz, incorruptible, apasionado por la verdad, pero sólo un testigo. Su poder moral reside, justamente, en que se sitúa a distancia de los hechos mostrándolos, revelándolos, denunciándolos, sin aceptar ser parte de los hechos.
Responder a ese desafío entraña una enorme responsabilidad. Ningún periodista podría cumplir- de veras con esa misión si cada vez, ante la pantalla en blanco de su computadora, no se repitiera: "Lo que escribo es lo que soy, y si no soy fiel a mí mismo no puedo ser fiel a quienes me leen". Sólo de esa fidelidad nace la verdad. Y de la verdad, nacen los riesgos de esta profesión.

Un periodista no es un novelista, aunque debería tener el mismo talento y la misma gracia para contar de los novelistas mejores. Un buen artículo no siempre es una rama de la literatura, aunque debería tener la misma intensidad de lenguaje y la misma capacidad de seducción de los grandes textos literarios. Y, para ir más lejos aún y ser más claro de lo que creo haber sido, un buen diario no debería estar lleno de grandes relatos bien escritos, porque eso condenaría a sus lectores a la saturación y al empalagamiento. Pero si los lectores no encuentran todos los días, en los periódicos que leen, una crónica, una sola crónica, que los hipnotice tanto como para que lleguen tarde a sus trabajos o como para que se les queme el pan en la tostadora del desayuno, entonces no tendremos por qué echarles la culpa a la televisión o a Internet de los eventuales fracasos, sino a nuestra propia falta de fe en la inteligencia de los lectores.

A comienzos de los años 60 solía decirse que en América Latina se leían pocas novelas porque había una inmensa población analfabeta. A fines de esa misma década, hasta los analfabetos sabían de memoria los relatos de narradores como Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges o Julio Cortázar por el simple hecho de que esos relatos se parecían a las historias de sus parientes o de sus amigos. Contar la vida, como querían Charles Danah y José Martí, volver a narrar la realidad con el asombro de quien la observa y la interroga por primera vez: ésa ha sido siempre la actitud de los mejores periodistas y ésa será, también, el arma con que los lectores del siglo XXI seguirán aferrados a sus periódicos de siempre.
Es verdad que, en algunos casos, la brutalidad o la tontería del Poder imponen la retórica excluyente del silencio. Para poder hablar después hay que sobrevivir ahora. Esa fue la desgarradora alternativa que afrontaron los internados de los campos de concentración, donde quiera existieron esos campos: en Auschwitz, en la isla Dawson, en los chupaderos de Buenos Aires. ¿Enfrentarse al Poder con la certeza de la derrota o fingir resignación ante el Poder para dar luego testimonio de la ignominia? Pero cuando el silencio dura demasiado tiempo, la palabra corre el riesgo de contaminarse, de volverse cómplice. Para hablar hace falta valor, y para tener valor hace falta tener valores. Sin valores, más vale callar.

Hace casi dos décadas, a medida que se iba reconquistando la democracia en Brasil, Uruguay, Argentina, Chile y Bolivia, algunos periodistas pensaron que debían callar los errores de los gobiernos recién elegidos porque la sombra de las dictaduras militares todavía se alzaba en el horizonte y señalar los tropiezos de algo por lo que tanto se había luchado y que era tan fresco aún, tan inmaduro, equivalía a una traición. Para cuidar la democracia, se pensaba, era preciso disimular sus pasos en falso. Y sin embargo, nada es menos democrático que callar. ¿Qué sentido tendría proteger la democracia privándola de su razón de ser: la libertad de pensar, de expresar, de saber? ¿Para qué querer algo que no nos atrevemos a vivir?
Una de las peores afrentas a la inteligencia humana es que sigamos siendo incapaces de construir una sociedad fundada por igual en la libertad y en la justicia. No me resigno a que se hable de libertad afirmando que para tenerla debemos sacrificar la justicia, ni que se prometa justicia admitiendo que para alcanzarla hay que amordazar la libertad. El hombre, que ha encontrado respuesta para los más complejos enigmas de la naturaleza no puede fracasar ante ese problema de sentido común.

Tengo plena certeza de que el periodismo que haremos en el siglo XXI será mejor aún del que estamos haciendo ahora y, por supuesto, aún mejor del que nuestros padres fundadores hacían a fines del siglo XIX. Indagar, investigar, preguntar e informar son los grandes desafíos de siempre. Ahora mismo está surgiendo en el continente una nueva forma de la literatura que es, a la vez, la misma forma del periodismo de siempre. Jóvenes a menudo marginales, criados entre los sicarios de Medellín, en los cerros de Caracas y en los suburbios de México, así como refinados universitarios de México, Buenos Aires y San Pablo están interpretando y reescribiendo la voz más honda de sus comunidades y, a la vez, enriqueciendo la literatura con recursos nuevos. La mayoría de ellos son nombres ignotos, como los del venezolano José Roberto Duque o el mexicano José Joaquín Blanco, nombres municipales con la intensidad de un lenguaje universal y perdurable. Publican libros, escriben en revistas de barrio, y allí están, refrescándonos la sangre. Siempre he sostenido que, aunque la falta de recursos y los incendios económicos que debemos apagar todos los días estén frenando nuestro desarrollo en terrenos tan críticos como los de la ciencia, la técnica, la investigación médica y la industrialización, somos inmensamente ricos en un campo igualmente transformador: el de la escritura, el de la imaginación, el de la invención. Allí venimos dialogando de igual a igual con los mejores desde hace varias décadas, y es importante que tomemos conciencia de esa fortaleza antes de que también allí sea demasiado tarde.
La Nación, suplemento cultura, domingo 18 de noviembre de 2001.

Redacción 1 / Universidad Nacional de Rosario

martes, 8 de diciembre de 2009

sábado, 5 de diciembre de 2009

Itinerario final de clase

Saludos:

Les recuerdo que deben terminar su blog. Es preciso, al menos:

1. inscribir uno
2. incluir textos suyos, preferiblemente los que corresponden a la clase.
3. componer las entradas con gráficas, imágenes o videos pertinentes
4. añadir "gadgets", cuatro o cinco.

Se asignará una nota por este trabajo.

ASIGNACIONES:
MARTES 8: Leer y estudiar el texto que resume el seminario de Foguel, sobre periodismo digital. (adjunto)

JUEVES 10: Leer y estudiar el texto de Socorro sobre periodismo narrativo (adjunto)

PRUEBA FINAL:
El texto de Foguel se usará de base para componer UN REPORTAJE CORTO (de 2 1/2 a 3 pags; a dos espacios). Una vez más, identifique un problema, luego un grupo de personas afines e indague sobre las consecuencias o las limitaciones y sus causas. Consulte documentación pertinente y al menos entreviste de 4 a 6 sujetos. En este caso, el tema general remite a las tecnologías digitales, y, aunque Foguel luce muy interesado en la salud económica del periodismo y sus empresas, de su taller se desprenden innumerables temas: democracia y tecnología, alfabetización, brecha digital, asuntos de eficacia y calidad, conflictos de clase o laborales, formas de comunicación social novedosas (las redes), riesgos y abusos... etc.

El reportaje se entregará no más tarde del 16 de diciembre.

PD. Los textos que van a leer tienen algunos defectos de redacción porque se trata de notas rápidas que han tomado los estudiantes de estos talleres que organiza el FNPI. (Ver Relatorías del FNPI)

Para pensar problemas de diseño

Tiene en este recurso a continuación un magnífico recurso para pensar los asuntos de diseño de blogs y publicaciones en general.

martes, 1 de diciembre de 2009

Guión de diálogo

(tomado de Cem zoo.com)

Usos de la raya
Indica las diferentes intervenciones de los personajes en la historia, evitando poner delante sus nombres, como se hacen en el teatro o en los guiones de cine. Por ejemplo, podemos notar que aquí se trata de dos personajes distintos:

—Hola ¿Cómo estás hoy?
—Yo estoy bien.

Se considera innecesario colocar raya cuando el personaje termina de hablar.

Siempre la raya va pegada al comienzo del parlamento:

—Sí, hace tiempo que no nos vemos.
—¡Hola!

Y nunca así:

— Si, hace tiempo que no nos vemos.
— ¡Hola!

No hay que cometer el error de reemplazar los guiones con comillas en todos los diálogos de nuestro cuento o novela., como es el caso siguiente:

“Hace tiempo que no nos vemos. ¿Cómo has estado?”
“Bien, trabajando la mayoría del tiempo”.
“Vos nunca dejás de trabajar, deberían medicarte contra eso”.

Tampoco ir alternando a lo largo de la obra los guiones y los párrafos. Veamos el ejemplo anterior:

“Hace tiempo que no nos vemos. ¿Cómo has estado?”
—Bien, trabajando la mayoría del tiempo.
—Vos nunca dejás de trabajar. Deberían medicarte contra eso”.

El resultado de hacer eso no es muy bonito ¿no?

También hay que recordar que los diálogos de cada personaje se separan de con punto y aparte, para no volver el texto confuso:

—Hola Roberto, ha pasado mucho tiempo —dijo Javier con alegría al poder reconocer a su viejo amigo de escuela. Javier rió al verlo. En la frente de su viejo compañero de escuela, se habían marcado el paso de los años desde aquella última entrevista del bar de Avellaneda. — Aquí ando, trabajando como siempre.

Cuando el diálogo del personaje se hace muy extenso y se divide en varios párrafos, a partir del segundo no hay que usar guiones (porque esto indicaría la intervención de otro personaje), en su lugar, usamos comillas españolas que no deben cerrarse:

—Mi respiración estaba agitada al verlo. Todos estos años lo habían trasformado en una persona completamente diferente a la que partió. Del rostro juvenil de rasgos delicados, caía una negra barba enmarañada de extenso largo, de los ojos infatiles y saltones, quedaban ocultos bajo los bolsones grises del cansancio. Mientras yo lo miraba tan incrédulamente, él baciló; luego dio dos pasos y me abrazó. fuertemente.

La combinación en Windows para introducir la raya o guión largo es: ALT+0151

En el caso de las laptops que no tienen teclado numérico, pueden usar las autocorreciones:

Menú Insertar >> Símbolos >> Autocorrección >> Reemplazar texto mientras se escribe >> Reemplazar: -- Con: — >> Aceptar.

Con esta pequeña aclaración, ya no hay excusa para seguir usando el guión en lugar del guión largo a la hora de crear historias.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Nueva asignación para el miércoles 18

. . .
Vamos a trabajar un texto corto, pero con la inspiración de un gran reportaje. A continuación, las premisas:

1. Objetivo central: explorar qué piensa la gente sobre el futuro inmediato del país. Debemos seleccionar un grupo con cierto perfil homogéneo. Por ejemplo: estudiantes universitarios, jóvenes trabajadores del Gobierno en alguna rama, maestros, dependientes en tienda, mujeres que sólo trabajan en el hogar, policías, desempleados de la última ronda de despidos, profesores, deportistas, adolescentes de escuelas secundarias; gente con alguna condición que requiere atención médica continua (incluyendo aquellos que tienen que morir para comprar medicinas), etc.. El texto procurará, en última instancia, dar una idea del estado de ánimo de esta parte de la población.

2. Estilo: debe concentrarse en un relato sobre los sujetos entrevistados, sin descartar el uso de algunas estadísticas o datos duros que dialoguen con el contexto real de los sujetos.

3. Extensión: máximo dos páginas y media a dos espacios, mínimo dos páginas.

4. Número de entrevistas: de cuatro a seis.

5. Recursos gráficos: incluir fotos, ilustraciones y/o videos

6. Fecha de entrega: miércoles 18, no más tarde de las 4PM en papel impreso y por email.

viernes, 6 de noviembre de 2009

THE SECRET LIFE OF WORDS / martes 10 DE NOVIEMBRE


La película THE SECRET LIFE OF WORDS se exhibirá en el salón de actos de COPU el martes 10 de noviembre. Para este grupo es obligatorio verla y escribir un comentario breve.

Imaginen que escriben un comentario, tipo columna, a ser publicado en Diálogodigital.com .

El texto debe entregarse el jueves 12 de noviembre, impreso; a un máximo de 30 líneas, a dos espacios.

OJO: la película se extiende por una hora y 50 minutos. Las tandas serán:
8:30 AM
11:30 AM
2:30 PM

jueves, 5 de noviembre de 2009

Víctor Jara: La sangre de un poeta

...
1. Manifiesto (canción que revela su filosofía de artista)

2. La Funa (para que no queden impunes los crímenes, se delata en público a los criminales)

3. Lennon y Víctor Jara (la imaginación junta a estos dos grandes artistas)

Definición:

LA FUNA consiste en "visitar" a los criminales y torturadores en sus casas o trabajos, con mucho ruido, batucada, murga, afiches, lienzos y volantes que entregan el rpontuario del funado y explican a sus vecinos o compañeros de trabajo lo que hizo este individuo contra otros chilenos y chilenas.

Olvidar implica dejar de lado, minimizar los hechos de violencia política, permitir y promover el que sigan ocurriendo. Todo aquel que olvida, con su indiferencia transforma en silente cómplice de los crímenes.

LA FUNA existe para derrotar el olvido, sobrepasar la indiferencia social, terminar con la impunidad y aportar en el camino de la Verdad, la Justicia y la verdadera Democracia.

Continúa...


jueves, 29 de octubre de 2009

COMPROBACIÓN DE LECTURA DEL TEXTO DE RAMÓN LÓPEZ


1. Nombre por lo menos cinco temas que se discuten en el libro.

2. ¿Qué sentido tiene la artesanía puertorriqueña para López?

3. ¿Cuáles son las circunstancias qué, según López, inducen a los puertorriqueños a los juegos eróticos telefónicos?

4. Mencione por lo menos dos lugares desde los cuales López hace sus observaciones en "Religiosidades de la calle".

5. En "La mixta y el Coronel...", López toca un asunto sensible de la política puertorriqueña. Discuta este tema en forma breve.

jueves, 1 de octubre de 2009

Algunos consejos para preparar un plan de investigación periodística

. . .
1. Para esbozar un tema, tienes que buscar información, examinar luego cuánto sabes del mismo y qué te gustaría saber.

En otras palabras, tienes que construir un argumento sobre el problema. No puedes pasar del título del trabajo a las preguntas específicas. Tiene que presentarse antes un argumento que explique razones, que contextualice el asunto a tratarse.

2. Las preguntas nunca reflejarán la complejidad del tema si no se tiene un buen argumento.

3. Debemos evitar las opiniones negativas a quemaropa. Construir el argumento o la justificación de una investigación requiere revisar alguna literatura, sostener conversaciones al respecto, consultar fuentes documentales, y repensar el tema original con los hallazgos preliminares alcanzados. Debe mantenerse un compromiso con la exploración más que con la opinión que tenemos respecto al tema.

Propuesta de Cristal: un buen modelo de investigación

Tema: El proceso de rehabilitación

Justificación: Día tras día, vemos cómo el vicio de la droga arropa a nuestra Isla y al mundo entero. Al caminar por las calles nos topamos con el mismo panorama: sujetos abatidos pidiendo limosnas a los transeúntes y conductores para poder sobrevivir, para poder adquirir sustancias de las que su cuerpo ya no les permite prescindir. Atados al cigarrillo, a la botella, a las inyecciones, a las pastillas y a las bolsitas llenas de polvito blanco, entre otros pases a la distracción y a la felicidad momentánea, a estos seres se les escapa la vida en cuestión de un instante. Se convierten en víctimas de un juego en el que son ellos quienes pierden, mientras otros se enriquecen a cuenta de su necesidad, de su dependencia.

Muchos desearían nunca haber probado suerte con las drogas, pero otros no imaginan su existencia sin ellas. Son varias las razones que una vez los llevaron a adentrarse en ese mundo. Entre ellas, pueden enumerarse: la curiosidad, la presión de grupo de que tanto se habla en las escuelas, la tradición familiar, el deseo de estar a la moda, el ambiente o lugar en que crecen, la tristeza profunda al enfrentar una pérdida…

Se escucha, a menudo que es fácil entrar, pero no salir de ese atolladero. No obstante, hay esperanza. Diversas organizaciones o entidades se dedican a trabajar con sus problemas de adicción, ayudándoles, paso a paso, a “romper el vicio” y retomar su vida pasada o, mejor, iniciar una nueva etapa. Así, se crean grupos de apoyo con el fin de que se no se sientan solos.

Algunos necesitan medicación, mas para otros, su fuerza de voluntad es suficiente. Desde el momento en que se trazan la meta, ponen todo su empeño en alcanzarla. Otros tantos fijan su mirada al Creador, pidiéndole misericordia. Ponen en marcha su fe y llegan a la entrada de una iglesia buscando sanidad para su cuerpo y su alma.

Entre tropiezos y pasos firmes, inician su proceso de rehabilitación. Muchos logran escapar y volver a ser libres; muchos quedan estancados o se mueven en retroceso. Estas son las historias acerca de las cuales me gustaría investigar. Quisiera que mi reportaje revelara las maneras mediante las cuales las personas aquejadas por la adicción deciden poner un alto a su situación. Desearía conocer y compartir sus éxitos, sus fracasos y, sobre todo, sus sueños.

Preguntas a contestar: ¿Cuándo es tiempo de decir: “¡Basta ya!”? ¿Qué factores influyen en su decisión de optar por la rehabilitación? ¿Es imposible recuperarse completamente? ¿Cuán fácil o difícil se le hace? ¿Cuán arduo es mantener firmeza? ¿A qué se aferra una persona a la hora de rehabilitarse? ¿Cuánta ayuda y apoyo recibe? ¿Cómo se siente a lo largo de esta travesía? ¿Qué cambios experimentan su cuerpo y su mente? ¿Cómo percibe el mundo antes, durante y después de su recuperación? ¿Qué opina su familia? ¿Cómo lo ven los demás? ¿Qué le espera al finalizar? ¿Cómo se reintegra a la sociedad? ¿Vale la pena?

Plan de trabajo:

Actividades

Fechas

Estrategias

Fuentes

Visita a ASSMCA (Utuado)

25 de septiembre de 2009

Entrevista

Sra. Gloria Plá

Directora Interina

Administración Auxiliar

Programa de Prevención y Promoción de la Salud Mental

Diálogo con drogadictos no rehabilitados

25 de septiembre de 2009

Entrevistas

“José”

Adicto

Milton

Adicto y deambulante

Análisis de documental ¿Por dónde empezar?

30 de septiembre de 2009

Observación

¿Por dónde empezar?

Producción de Zona Franca, en colaboración con Iniciativa Comunitaria

Llamada a Iniciativa Comunitaria

2 de octubre de 2009

Entrevista telefónica

Sra. Angeline Burgos

Oficial de Comunicación

Visita a Cuartel de la Policía (Utuado)

2 de octubre de 2009

Entrevista

Agente Ángel Barreiro

Director

Programa “De vuelta a la vida”

División de Relación con la Comunidad

Visita a Hogar CREA (Arecibo)

2 de octubre de 2009

Entrevistas

Sr. Juan Cruz

Oficial de Adiestramiento

Adictos en rehabilitación

Visita a Iglesia Metodista “El Buen Pastor” (Utuado)

4 de octubre de 2009

Entrevista

Reverendo Wilson Martínez